No pude hablar, una marca de hielo cruzó mi pecho palpitante. Me detuve por un momento a soltar esa enredadera de ideas y dejarlas en la basura, chillando de desesperación. Y como si algo hubiese vivido en mí antes, extrañé todo aquello. Extrañé no tenerla, y extrañé todos esos agujeros ordenados a la par y reducidos a cero.
Fui a contenerme bajo el atardecer. Un incalculable número de horas me rosaron la cara, a modo de frío. La bandeja y el café de la que ahora estaba en mi pieza, amenizaron un tanto el aire de abril, en donde la incoherencia y la tardía llegada de las horas, me llegaron.
Entendí, pues, que la irrelevancia que tomo a lo demás, fue dada por la total inmersión de los agujeros que uno mismo sembró. Una semilla de oscuridad sembrada en la tierra crea vacío, y yo, yo he sembrado semillas de oscuridad. No he sabido, ni he querido ordenarme en la frecuencia de la cotidianidad. Siento que cada instante puede ser único, que de las enredaderas pueden surgir historias interesantes.
No tengo la necesidad de mostrarme.
La bandeja se llena de migas y el café se adormece.
La tarde se hace roja.
El nerviosismo pasa y se pasa. Todo es un caos.
La enredadera y los agujeros.
Juego a distraerme, invento melodías torpes, y la tarde me parece distinta. Torna a su color oscuro, y planeo. Boto el café.
El frío atraviesa de vuelta mi pecho, mis labios se hacen hielo y reposo.